RECUERDOS DE ALMOHADA EN SOLEDAD
Sabéis,
hubo una vez en que supe que me gustaba tanto, tanto algo, que pensé que jamás
sería capaz de desprenderme de ello. Lo miraba ensimismado y no me cansaba, con
cada minuto que pasaba le encontraba un nuevo sentido, una nueva belleza. Y por
más que mi mente buscaba convencerme, mediante pensamientos instantáneos, de
que aquello no sería para siempre, mis ojos se negaban a ceder ante la razón, fijos
en aquello que tanta paz me otorgaba.
Era
un rostro, una cara de mujer, una cara que yacía ante mí dormida, sobresaliendo
por el edredón con una expresión de paz que reflejaba un cuerpo caliente, vivo
y joven. Me costaba no rendirme ante el placer de devorar a besos esas dulces
mejillas, de decirle al oído que era lo más bonito que yo había visto jamás,
allí, sin proponérselo, durmiendo con la boca medio abierta y sin ni siquiera
mostrar esos ojos verdes que me enloquecían cuando me miraban muy de cerca,
concediéndome siempre el deseo de verme reflejado en ellos antes de ir a por un
beso de sus labios, cuya carne se apretaba contra los míos, preciados
instrumentos de un querer, de un anhelo que entonces, sentado contemplándola,
me impulsaba a despertarla, a oír un “¿Qué haces? Déjame dormir” previo a mi
arranque de ternura, de besos no contenidos y sonoros que fueran al amor lo que
la oscuridad a la noche, algo imprescindible.
Pero
no lo hice, no la desperté ni la besé, acabé tumbándome para terminar dormido
junto a ella, quizá ambos soñando el uno con el otro, haciendo un amor que
nuestro mundo real de miedos y problemas nos negaba, pero con el que nuestro
subconsciente disfrutaba, ajeno a todo lo demás. Y me gustaría decir que a la
mañana siguiente le dije lo guapa que estaba mientras dormía y cómo me
enamoraba al verla, pero el maldito sol del día me hacía pensar que eran
cursiladas, que había otras cosas más importantes que hacer, que decir, en las
que pensar.
Me
arrepiento, me arrepiento terriblemente de no haberla despertado a besos, de no
haberle dicho por la mañana hasta qué punto me gustaba y lo mucho que la
quería, porque ahora, cuando duermo sin ella y sé que nunca más lo haré, es
cuando mi corazón le dice a mi cerebro “idiota, debiste darme los mandos del
chico y ahora no estaría así”.
Siento
que me duermo, otra noche más, sin escuchar su respiración junto a mi oído,
pero ya no importa, porque mis ojos se cierran solos y, mirad, ahí está ella. Ya
no hay problemas, preocupaciones ni recuerdos, tan solo un bonito sueño. Hasta
mañana.
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