Filmdiez

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domingo, 19 de febrero de 2017

Segundo relato de amor. Concurso de Zendalibros


RECUERDOS DE ALMOHADA EN SOLEDAD

Sabéis, hubo una vez en que supe que me gustaba tanto, tanto algo, que pensé que jamás sería capaz de desprenderme de ello. Lo miraba ensimismado y no me cansaba, con cada minuto que pasaba le encontraba un nuevo sentido, una nueva belleza. Y por más que mi mente buscaba convencerme, mediante pensamientos instantáneos, de que aquello no sería para siempre, mis ojos se negaban a ceder ante la razón, fijos en aquello que tanta paz me otorgaba.

Era un rostro, una cara de mujer, una cara que yacía ante mí dormida, sobresaliendo por el edredón con una expresión de paz que reflejaba un cuerpo caliente, vivo y joven. Me costaba no rendirme ante el placer de devorar a besos esas dulces mejillas, de decirle al oído que era lo más bonito que yo había visto jamás, allí, sin proponérselo, durmiendo con la boca medio abierta y sin ni siquiera mostrar esos ojos verdes que me enloquecían cuando me miraban muy de cerca, concediéndome siempre el deseo de verme reflejado en ellos antes de ir a por un beso de sus labios, cuya carne se apretaba contra los míos, preciados instrumentos de un querer, de un anhelo que entonces, sentado contemplándola, me impulsaba a despertarla, a oír un “¿Qué haces? Déjame dormir” previo a mi arranque de ternura, de besos no contenidos y sonoros que fueran al amor lo que la oscuridad a la noche, algo imprescindible.

Pero no lo hice, no la desperté ni la besé, acabé tumbándome para terminar dormido junto a ella, quizá ambos soñando el uno con el otro, haciendo un amor que nuestro mundo real de miedos y problemas nos negaba, pero con el que nuestro subconsciente disfrutaba, ajeno a todo lo demás. Y me gustaría decir que a la mañana siguiente le dije lo guapa que estaba mientras dormía y cómo me enamoraba al verla, pero el maldito sol del día me hacía pensar que eran cursiladas, que había otras cosas más importantes que hacer, que decir, en las que pensar.

Me arrepiento, me arrepiento terriblemente de no haberla despertado a besos, de no haberle dicho por la mañana hasta qué punto me gustaba y lo mucho que la quería, porque ahora, cuando duermo sin ella y sé que nunca más lo haré, es cuando mi corazón le dice a mi cerebro “idiota, debiste darme los mandos del chico y ahora no estaría así”.

Siento que me duermo, otra noche más, sin escuchar su respiración junto a mi oído, pero ya no importa, porque mis ojos se cierran solos y, mirad, ahí está ella. Ya no hay problemas, preocupaciones ni recuerdos, tan solo un bonito sueño. Hasta mañana.

Concurso de historias de amor Zendalibros


GALA

Me desperté algo desorientado. Abrí poco a poco los ojos y miré hacia mi derecha, donde un armario grande, de madera de caoba, estaba abierto mostrando perchas desnudas y solo unas pocas prendas colgadas. Un escenario oscuro y frío me daba los buenos días. “¿Qué hago yo aquí?”, pensé. El ligero espesor que sentía en mi boca me hizo comprender que tal vez el alcohol tuviera algo que ver en aquella situación. Era muy leve, solo el lejano recuerdo de algunas cervezas de la noche anterior. El maldito sueño era el culpable, pensaba yo, por lo que dejé que mis ojos cedieran ante el deseo de cerrarse y volví a dormir sin saber dónde, ni cómo ni cuándo.
Desperté al rato. La luz del día entraba por las rendijas de la persiana como antes no lo hiciera. “¿Qué hago yo aquí?”, volví a pensar. Me giré hacia la izquierda en la cama. Recordé. Sonreí. Sonreí como un niño chico al que le regalan lo que tanto tiempo lleva ansiando. Una cabellera castaña reposaba en la almohada junto a mí, tranquila e imperturbable. El cuello moreno y su hombro derecho sobresalían de la manta que cubría el fino edredón de la cama. ¿Tendría frío? Ni idea. No hice nada, me quedé acostado mirando aquello unos cuantos minutos. Unos cabellos oscuros, un cuello moreno y un hombro que insinuaba el resto del cuerpo. Solo eso. No era nada y a la vez lo era todo. Tras ir despertando poco a poco, cada vez era más consciente de la situación que me había llevado allí, de lo que tenía a solo dos palmos de distancia y de la bendita suerte que tenía.
Me acerqué a ella. Pegué mi boca a su nuca, intenté sentir el calor de su cuello en mis labios sin despertarla. Con mi brazo derecho, abrí las puertas de la cama y miré hacia abajo para ver lo que tenía ante mí. De repente, el despertar físico pasó a ser absoluto y el deseo irrefrenable que me empezaba a abordar me empujó a acercarme del todo, a convertir aquel sentir su calor en formar parte activa de él. La agarré, la atraje hacia mí y la besé. La besé mil veces. Acariciaba su vientre y sus pechos mientras lo hacía. Me probé a jugar con ellos, y como no encontré negativa, seguí haciéndolo, feliz como nadie. Cada vez más incapaz de contener los suspiros, iba probándome a conquistar cada rincón de su cuerpo, cada nueva frontera que yo hiciera mía a base de tímidas incursiones que empezaba con manos temblorosas y acababa con firmes palmadas, con gestos ternes que decían que ese trozo de carne era mi patria desde ese momento y para siempre. Ella estaba despierta y jugaba a hacerse de rogar. A veces me ofrecía más de su cuerpo tentándome, a veces lo alejaba de mi boca o de mis manos buscando mi enojo. Bendita guerra la que mantuvimos.
-       Buenos días –dijo ella–. Te veo con ganas.
-       No es mi culpa, Gala, es el de abajo –me justifiqué–. Me tiene completamente dominado, y todo por tu culpa.
-       Pero si yo no he hecho nada.
Su pelo olía a noche y a calles mojadas.
-       Estar. Eso es lo que has hecho.
Se dio la vuelta y nos miramos. Pasaron segundos, minutos, no sé, pero como en un acuerdo tácito, nos levantamos a desayunar furtivamente todo lo que encontramos por la cocina. Al acabar pasé por el baño, y al regresar a la habitación me la encontré destapada, desnuda casi por completo, comiendo una galleta maría que no sé de dónde sacaría y cuyas pocas migas caían, casi en slow motion para mí, sobre su pecho totalmente al descubierto. Las piernas cruzadas, relajadas, también desnudas; solo unas bonitas bragas cubrían aquella preciosidad que era Gala. Hacía calor en la habitación, sí, pero el sofoco que me entró en aquel momento, allí parado procesando esa mágica visión, no se debía a la calefacción, sino a otra cosa más primitiva y abstracta llamada deseo. Me miró y se mordió el labio, pero esta vez de forma consciente, sabiendo que aquello a mí me volvía loco.
-       ¿Sabes en qué palabra estoy pensando? –le pregunté.
-       ¿Erección? –me dijo divertida, señalando con la mirada a mi pantalón de deporte, en ese preciso instante tienda de campaña en vertical.
-       No, pensaba en “deseo”.
Al principio me había propuesto ser más o menos fuerte ante la situación, no caer rendido ante ella y el erotismo del momento como un animal en celo, pero mi buen amigo el de abajo no atendía razones y era la expresión más notable de lo que mi corazón sentía bajo mi piel, latiendo fuertemente, dotando de más vida si cabe a mis extremidades, que se agitaban algo nerviosas esperando su momento para entrar en acción. Se incorporó en la cama sacudiéndose las migas del pecho y comenzó a hacerse una coleta con la goma que llevaba en la muñeca. Acabó. Se quedó allí, sobre sus rodillas, mirándome con una curiosidad infinita. Parpadeé instintivamente, como si haciéndolo me asegurara el convertir aquellas escenas de Gala desnuda esperándome en recuerdos visuales que pudiera guardar de por vida en mi mente.
-       Ven –me dijo con orgullo, sabiendo que yo iría.
Y fui. Al principio tratando de contener las ganas que le tenía, pero luego ya no importaba nada, ni siquiera las galletas que ella amontonara en un rincón de la cama y que comenzaron a crujir bajo el peso de nuestros cuerpos llegando incluso a doler. Un dolor dulce, eso sí, pues estábamos anestesiados por las risas, los suspiros, los besos, las miradas y las ganas que teníamos de no soltarnos jamás, por mucho que el calendario nos chillara que aquello se había acabado. Hicimos el amor, pero amor en mayúsculas y entre signos de exclamación, como la noche anterior. Eso fue lo que pasó.